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jueves, 6 de junio de 2013

BUCEO NOCTURNO, UNA EXPERIENCIA EXCITANTE

Cuando los últimos rayos de sol que iluminan la península del Sinaí desaparecen en el horizonte y la oscuridad de la noche invade las templadas aguas del mar Rojo, solo el vestigio de una menguante   luna dibuja su reflejo plateado en la superficie ondulada.


La inmersión nocturna se prepara con la misma meticulosidad que las diurnas pero ya sea por el cansancio, ya por lo enigmático de la noche, todos estamos menos habladores de lo habitual, concentrados en comprobar el equipo, sobretodo la linterna, que nos será de gran utilidad.

Ya equipados, en la cubierta de popa, nos disponemos a saltar a las oscuras aguas. Regulador en boca, mascara sujeta, linterna encendida y con la pareja casi de la mano de un gran paso nos dejamos caer al agua en busca del cabo del ancla, que nos servirá de quía en el descenso. La espuma, el ligero bullicio, se tornan silencio cuando lentamente comenzamos a sumergirnos y los alargados focos de las linternas buscan incesantes el fondo que todavía no se alcanza a ver.    




                                                                           
La fisonomía de las profundidades se difumina con la noche, como focos de un escenario, las linternas captan a los protagonistas de la obra siguiéndoles en su nervioso ir y venir. Las rocas pobladas de corales e incrustadas de todo tipo de invertebrados parásitos ofrecen un espectáculo de vida, seres traslúcidos expanden sus alargados filamentos mecidos por la corriente. Alrededor aparecen especies de peces que no se dejan ver durante el día y como extasiados por la luz siguen sus   movimientos proyectando sombras inquietantes.


El recorrido discurre junto a la pared del arrecife, entre rocas, pequeños bancos de arena y formaciones coralinas habitadas por anémonas que se inclinan mecidas por la suave corriente; a su alrededor una pareja de peces payaso revolotean agitados celosos de su entorno.




En un enclave propicio, con lecho de arena junto a una formación rocosa, aparece el enigmático Pez León, el depredador de la noche. Del tamaño de un besugo o una dorada, su cuerpo está rayado como el de una cebra en tonos marrones y despliega una prolongación de sus aletas dorsal y laterales con puntas venenosas. Se desplaza majestuoso sin apenas movimiento, dejándose llevar en busca de su presa. Al amparo de los focos se aproxima lentamente a pequeños pececillos inmóviles, extasiados por la luz hasta que en un movimiento ágil, preciso y fatal los engulle sin dejar rastro de su diminuta existencia. Me siento culpable por haber colaborado con mi linterna a la voraz cacería.    
                                                                                      
A pocos meros, una oscura morena de casi dos metros de eslora, se desplaza ondulante entre las rocas y la arena del fondo en busca de una anhelada presa que le proporcione su sustento diario. Desconcertada por las luces deambula incómoda, insegura, lejos de la protección que le proporcionan las estrechas cuevas y grietas en las que se oculta durante el día. Por el contrario, la tortuga que nos acompañó en el recorrido diurno, duerme enrocada en una oquedad del arrecife en una postura imposible, a salvo de predadores y al abrigo de la corriente.

Más profundo, en el lecho de arena se incrementa el tráfico de ermitaños con su concha a cuestas, en ocasiones adornada de un incipiente coral, grises rayas de motas azules semienterradas en la arena permanecen vigilantes y aparecen los perezosos nudibranquios de los más variados coloridos, la vaca suiza blanca con motas negras, o la bailarina española de un rojo intenso que destaca sobre el fondo
 de arena.
                                                                                                                                                          
En la oscuridad de la noche bajo las tranquilas aguas, cada roce es una alerta, cada sombra un presagio. Los restos de un naufragio aparecen siniestros, las cuadernas de lo que fue un yate de recreo se perfilan ahora desnudas en el cercano horizonte. Nos recuerda que toda esa belleza submarina puede ser una trampa mortal para la navegación en superficie
El manómetro indica que el aire se acaba, llevamos casi una hora sumergidos y es hora de finalizar la inmersión, en el lento ascenso se vuelven a difuminar las alargadas formas del fondo marino; a cinco metros de profundidad el ordenador nos marca la preceptiva parada de seguridad, para que el nitrógeno acumulado en sangre descienda a los niveles adecuados en superficie, a una atmósfera de presión. Son solo tres largos minutos, ya con el barco a la vista, de permanecer ingrávido entre las aguas pensando en la experiencia vivida y en las múltiples formas de vida observadas, pero es ahí, a un paso de la seguridad que proporciona el barco, cuando uno piensa en lo pequeño, frágil y vulnerable que resulta sumergido en la oscura inmensidad de las aguas.                                            
   
A 27º 49’ 03” de latitud N, 33º 55’ 14” de longitud E y 30 m de profundidad, dentro del Parque Natural de Ras Mohammed, en las cálidas aguas del Mar Rojo, posado en un lecho marino de arena y prácticamente intacto, duerme su eterno descanso el SS Thistlegorm, uno de los pecios más completos y emblemáticos del mundo, que es visitado cada año por miles de aficionados al buceo deportivo. Pero esa, es otra historia.
Fernando Ranea García

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